No
hay mejor invento para descalificar el pensamiento feminista que decir “es una
feminazi”. Asociar el feminismo con un pensamiento tan nocivo –y condenado–
como el nazismo es perfecto, porque convierte a cualquier defensora de la
igualdad entre hombres y mujeres en una extremista, una radical sin raciocinio.
Y ese es un mecanismo ideal para reproducir la visión de que una mujer que
lucha es una mujer que odia.
Pero
para entender el feminismo, y más aún, “los feminismos”, hay que primero
conocer un poco de su historia y sus vertientes, que son varias y variadas, y
desengañar a quienes incluso han llegado a decir que el feminismo es lo mismo
que el machismo pero al revés.
El
feminismo es un movimiento social y político que busca la igualdad de
oportunidades entre hombres y mujeres y que hace consciencia sobre los derechos
negados y la opresión hacia las mujeres. Aunque algunos beneficios que busca el
feminismo son para todas las mujeres, hay otros que son para unas más que para
otras dependiendo de su capacidad económica de acceder a esas libertades. A eso
se refiere el feminismo liberal.
Pero
vamos por partes, tratando de pensar en las causas profundas del patriarcado en
la conformación económica actual. Y para eso, tenemos que ir atrás en el
tiempo. Y así, también nos daremos cuenta de que aunque no hay un mejor momento
en la historia para ser mujer, los avances que se han logrado aún siguen siendo
limitados.
Los
movimientos sufragistas fueron los primeros en visibilizar la ausencia de
derechos de las mujeres a la participación política pero también lucharon por
otros derechos con un énfasis en la igualdad entre personas en todos los
terrenos. La lucha por el voto organizó y unió a mujeres de muy distintas
ideologías. Más tarde, en el siglo XIX, cuando surge el socialismo, era
imposible hablar de igualdad sin tomar en cuenta a la mitad de la humanidad.
Algunas de sus corrientes proponían que la causa de la opresión de las mujeres
estaba fundamentada en la misma desventaja que sufrían las clases desposeídas
por la concentración de la propiedad privada y las lógicas de producción y del
mercado que dotaba del poder económico a los hombres.
Magda
Coss, periodista, escritora y fundadora de la asociación civil 24-0 México.
Lo
cierto es que históricamente a las mujeres se les asignó, como único camino,
desenvolverse en el ámbito doméstico y particularmente el papel de cuidar de
los demás. Se dividieron las esferas del espacio público (masculino) y el
espacio privado (femenino) lo cual limitó la participación de las mujeres para
estudiar y trabajar. Mientras la teoría económica dice que el individuo actúa
en su propio interés, las mujeres trabajaban por el bien común, y se olvidó de
contabilizar el trabajo del hogar que permitía (y sigue permitiendo) que muchos
hombres salgan a trabajar y a producir bienes cuantificables.
El
aporte de las mujeres en la historia ha sido invisibilizado de muchas maneras.
La historia escrita por los hombres, se ha olvidado de reconocer los
descubrimientos de mujeres científicas, mujeres artistas, políticas,
arquitectas, escritoras y muchas más, pero sobre todo ha hecho invisible las
aportaciones cotidianas que, en principio, fueron tarea de las mujeres: el
trabajo del hogar y el cuidado de la familia.
Divide
y vencerás. El patriarcado no sólo consiguió implantar la noción de que las
mujeres somos enemigas entre nosotras, sino de que en las luchas por la
igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, hay feminismos razonables y
feminismos radicales.
Así
se ha dado mayor aceptación al feminismo “burgués”, o liberal, que al feminismo
de clase. El primero es una vertiente mucho más “amable”, porque no cuestiona
las causas ni los fundamentos del patriarcado de hoy, sino que busca mejorar
–en lo posible– las oportunidades de las mujeres, permaneciendo en un sistema
que beneficia en mucho a los hombres, blancos, ricos, heterosexuales. El
segundo, mucho más disruptivo, se adentra en la forma en que hemos construido
las sociedades contemporáneas y como, desde los albores del capitalismo, les
dio un lugar específico y reducido a las mujeres.
Lo
que es importante observar es que, desde el principio del siglo XIX, los
movimientos feministas fueron protagonizados por mujeres de alta sociedad,
educadas, con recursos y con voluntad. Esas mujeres se enfrentaron al
establishment, y lograron grandes cosas. Pero la mayor parte de sus triunfos
fueron, precisamente, para mujeres de su clase social.
Este
es el origen del feminismo liberal, que reconoce que las mujeres están en
desventaja, pero no es consciente –ni empático– de la discriminación por raza,
clase, sexualidad que pueden sufrir otras mujeres, sobre todo las más pobres.
El
feminismo de clase empezó reconociendo que, para tener una sociedad
igualitaria, el cambio tiene que empezar por el hogar y por la intervención de
las leyes y el Estado que garanticen el acceso a las libertades.
En
el feminismo liberal las mujeres salieron a ocupar posiciones en el espacio
público y a tener las mismas oportunidades laborales que los hombres (aunque
con menos salario), pero en casa mayoritariamente necesitaban el apoyo de otras
mujeres que se encargaran del cuidado de los hijos e hijas, de la gerencia del
hogar. Así hasta nuestros días en que las mujeres pueden tener las mismas
posiciones de decisión y poder que los hombres en el mundo económico y
profesional, pero siguen aportando el doble de tiempo a las tareas en el hogar
que los hombres y persiste una brecha salarial de más de 20 por ciento.
La
debilidad del feminismo liberal es la misma que padece del liberalismo en todas
sus esferas: supone que uno es libre, siempre y cuando se lo pueda financiar.
Uno es libre de educar a sus hijos, de vivir dónde quiere vivir, de dedicarse a
lo que quiera, etcétera… Pero la verdad, en particular para las mujeres más
pobres y desposeídas, es que ninguna de estas libertades existe.
El
feminismo burgués, dice la broma cotidiana, no aplica para las trabajadoras de
salarios mínimos, para las trabajadoras del hogar. Se acaba en las clases
medias. Es, podríamos decir, un “feminismo ilustrado”, accesible solo para
aquellas que pudieron estudiar, trabajar, aprender de sexualidad. O pagarse un
aborto.
Y
este es el centro del tema: no es un asunto de libertad, sino de derechos. Una
no debe tener la libertad de escoger su vida, una debe tener el derecho de
escoger su vida: derecho a tener hijos así lo decida, derecho a dedicarse a lo
que desea, derecho a construirse la vida con la que sueña. Esta es la gran
diferencia, y es lo que, aún hoy, a tantos hombres – y muchas mujeres – les
cuesta entender.
Defender
a las otras desde nuestro privilegio sólo es posible poniéndonos en los zapatos
de las demás, de cualquiera. Vernos no como mujeres, sino cómo mujeres
indígenas, migrantes, en situación de pobreza, mujeres con hijos. Porque
podemos ser diferentes, podemos tener más o menos, podemos tener distintas
oportunidades, pero no solo debemos tener la misma libertad: debemos tener los
mismos derechos.
Magda Coss (Periodista) | elsiglo.cl
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